De repente, sin que nadie conozca la etiología de tan peligrosa epidemia, a algunos dirigentes autonómicos le ha entrado la fiebre del trilingüismo. Los síntomas más claros de esta enfermedad son el temor reverencial a los efectos excluyentes de la lengua propia, la idolatría del inglés, y la sensación de que las lenguas, en vez de ensanchar los espacios del cerebro, ocupan los espacios predestinados por Dios para el estudio de la ingeniería, le geografía y las ciencias exactas.

La población más propensa a la gripe trilingüe son las tribus constitucionalistas, que, ante el vértigo que les produce que algunos papás le quieran enseñar a sus hijos las pobres lenguas que hablaban aquellos campesinos y marineros que fueron nuestros abuelos, deciden disolver tan grave dolencia en una dosis reforzada de inglés, para que los niños no tengan demasiado tiempo que entregar a las lenguas inútiles y agonizantes, y puedan viajar por Europa diciendo my tailor is rich y thank you very much. Pero la dolencia también se agrava, curiosamente, en los que son absolutamente monolingües, en los que llegaron a la cima del poder sin hablar más que en "cristiano", y en los que, animados por un acendrado patriotismo de Estado, piensan que las lenguas propias son como el aguarrás, que si bien es cierto que puede darle fluidez a la pintura, también funcionan como un peligroso disolvente que puede destrozarla.

Así se explica que la fiebre del trilingüismo, que se extiende de forma preocupante por toda España, haya alcanzado niveles de pandemia en la Galicia de Feijoó, en la Valencia de Camps y en el Euskadi gobernado por el dúo López-Basagoiti. Porque es en esos tres lugares, inesperadamente popularizados, donde el inglés deja de ser una lengua de futuro inexorable, que viene a su ritmo y por sus caminos naturales, para convertirse en un antídoto contra la exclusión lingüística y en el talismán de una normalidad compuesta de tauromaquia, de una libertad curricular atribuida a los padres que sólo se extiende a la capacidad de desnacionalizar a los niños, y de una devoción inusitada a esa preciosa y fortísima lengua castellana que ellos convierten en el último rescoldo de la España imperial que Aznar quiso reverdecer.

En Valencia ya enseñaron Educación para la ciudadanía en inglés, para ayudar a los obispos a machacar tan denostada y laica asignatura y para que Camps pudiese matar dos pájaros de un tiro al gobernar simultáneamente, como quería el papa Gelasio, la Ciudad de Dios y la Ciudad del mundo. Los actuales gobernantes de Euskadi también parecen tener claro que la habilitación en euskera es una pérdida de tiempo y dinero que sólo le interesa a los nacionalistas del PNV, y que ahora ha de matizarse con una irrupción masiva del inglés que libere a todos los vascos y vascas de la pesadilla que supone estudiar la lengua de los mayores. Aunque es posible que la peor parte la estemos llevando en Galicia, donde la política lingüística, inspirada por Intereconomía y La Razón, se pone al servicio de un imaginario país de futuros yuppies y emigrantes glamurosos, que lleven en su maleta un título superior y dos másteres.

Por eso es muy importante que los ciudadanos sepamos distinguir entre la gente que predica la importancia crucial que va a tener el conocimiento de las lenguas en el próximo futuro de Europa y del mundo, y actúa en consecuencia, y los falsos profetas de una modernidad que sólo sirve para debilitar nuestras lenguas y nuestras culturas propias -lo dijo Urkullu- al servicio de rancias concepciones ideológicas de las patrias y de todo lo que las patrias fagocitan para sobrevivir. Porque, si tenemos clara la diferencia que hay entre los buenos y los falsos profetas, también podremos distinguir a los que proponen formas realistas de avanzar en la enseñanza de las lenguas, y los que inventan mediterráneos y bachilleratos galácticos que sólo sirven para alejarnos de nuestra identidad y meternos en el enorme batallón de los homologados.